domingo, 24 de junio de 2012

Adicto al aula

Desde hace un par de años, a menudo me hacen una misma pregunta. ¿Cuándo vas a dejar la enseñanza para dedicarte solo a la literatura? Y, desde hace un par de años, siempre contesto lo mismo. Espero que eso no llegue a suceder. Y no porque no ame escribir -ni porque no esté contento con lo que me está sucediendo últimamente en lo literario, donde el viento parece serme más que favorable-, sino porque me gusta demasiado el trabajo en el aula, el día a día con mis alumnos, con esos chicos y chicas tan entusiastas y generosos que hacen que no me dé pereza alguna ir a trabajar. Porque, gracias a ellos, y por mucho que lo intenten arruinar los de arriba -wertgonzosos dirigentes incluidos-, hay algo especial en esta profesión, algo difícil de compartir si no se ha vivido en primera persona, si no se siente ese vértigo de la comunicación, del acto de compartir algo que amas -en mi caso, la literatura- con quienes se sientan ante ti en el aula.

Y luego, en semanas como esta, te encuentras a esos alumnos -y ex alumnos- convertidos en amigos. Apoyándote cuando presentas un libro, o cuando estrenas una obra de teatro, y sientes todo ese cariño rodeándote, haciéndote fuerte, dándote ganas para seguir creando. Y enseñando. Y es que nunca fui tan prolífico como desde que estoy en la enseñanza. Tiene gracia. Ahora disfruto de mucho menos tiempo libre que cuando trabajaba como editor (en parte porque nuestras condiciones laborales son mucho peores y en parte porque no sé contenerme y le dedico muchas horas a preparar e inventar clases: me gusta el reto) pero, sin embargo, también estoy el doble de motivado a la hora de escribir. Quizá porque las aulas son una fuente inagotable de inspiración. O quizá porque estar en contacto con mis alumnos me hace sentirme más joven de lo que soy y retomar una ingenuidad y una espontaneidad que el mundo adulto amenazaba con robarme.

La pasada fue una semana intensa. En todo. En lo educativo y en lo literario. En lo novelesco -firmé el contrato de mi nueva novela, Las vidas que inventamos, que verá la luz en 2013 con Espasa- y en lo teatral -publiqué y presenté, por fin, uno de mis textos más especiales, Cuando fuimos dos (el dibujo que ilustra este post es regalo y diseño de una muy querida alumna mía: ¡gracias!). Y, a pesar de todo lo vivido, no siento hoy ni un ápice de cansancio. Tan solo toneladas de cariño. Algo de insomnio de pura emoción contenida. Y de agradecimiento. Por poder hacer lo que me gusta -en la pizarra, en mis libros- y compartirlo con quienes saben valorarlo. No sé por qué tengo tanta suerte ni por qué soy tan afortunado pero, desde luego, espero no dejar de ser nunca consciente de ello.

2 comentarios:

Mara Oliver dijo...

:)
Suscribo cada letra, menos la parte del éxito, jejeje, esa no me toca ;)
pero el cariño de los chicos y el apoyo que siento, la ilusión que me trasmiten, en eso te entiendo perfectamente y te felicito :)
Espero que no pierdas la adicción :)
besotes!!

Sherry dijo...

Para el alumno también es muy positivo sentir el afecto del profesor. En mi caso, por lo menos, lo era; y en el caso de alguna de mis amistades sé que el afecto de alguna profesora le compensaba por la pobreza y falta de cariño de su entorno.
Saludos.